lunes, 3 de septiembre de 2007

Reseña: "De mujer independiente a..."

De mujer independiente a madre. De peón a padre proveedor.
La construcción de identidades de género en la sociedad popular
chilena. 1880-1930
.
Alejandra Brito Peña
Ediciones Escaparate, Colección Historia Vital, Concepción, 2005.

Durante las últimas décadas del siglo XIX la oligarquía nacional
consolidó el proceso de modernización capitalista, que vino a sustituir
por completo el modo de producción colonial. Este proceso,
que no estuvo exento de dificultades, produjo una mayor inversión en la
producción industrial, a la vez que una ampliación territorial hacia el norte
salitrero y hacia las tierras agrícolas del sur. Esta situación que cimentó la
urbanización, el desarrollo agrícola, los transportes y la infraestructura en
general, necesitó de una mano de obra nueva, ya no con las características
que el modo de producción colonial había instaurado, sino con características
propias de la proletarización capitalista. En esta situación, comprender
“cómo fueron surgiendo formas concretas que determinaron los
comportamientos esperados para los sujetos populares” (p. 13), es el
objetivo del texto que comentamos.
Bajo un análisis con perspectiva de género, el texto nos habla de la construcción
de estereotipos acerca de los roles que debían cumplir hombres y
mujeres populares, basados en una división sexual del trabajo, en donde
espacios público y privado encontraron una estricta separación, asignando
“naturalmente” el primero a los varones y el mundo doméstico a las mujeres
como construcciones ahistóricas.
La autora, que forma parte de las nuevas generaciones de historiadores
nacionales, ha desarrollado su labor historiográfica centrada en las identidades
de género de los sujetos populares, en un primer momento analizando
la historicidad de las mujeres populares. Aunque con este texto busca
integrar su labor intelectual dando una mirada al desarrollo de la sociedad
popular chilena de fines del siglo XIX y comienzos del XX, desde la construcción
identitaria/genérica tanto de mujeres como de hombres.
El texto se encuentra dividido en cuatro capítulos, entregándonos el primero
una breve síntesis de los conceptos teóricos que fundamentan su reflexión
historiográfica. Parte con el concepto de “identidad”, ya que la
historiografía social lo ha utilizado “tratando de explicar a través de él, la
constitución de los sujetos sociales y su accionar concreto en el devenir histórico”
(p. 21). Para su definición recoge los aportes de distintas disciplinas
sociales, con el objetivo de lograr un concepto útil a la comprensión de los
fenómenos socio-históricos que estudia. Parte con la constatación, desde
los planteamientos de Berger y Luckmann (entre otros autores) que la identidad
no es un proceso individual, sino que más bien es una construcción
compleja que surge desde la experiencia colectiva. En un doble sentido (según
Pedro Morandé) en la identidad está la idea de “otredad”, o sea, en el
definirse identitariamente a partir de los otros, aunque también debe
entenderse en un sentido de pertenencia o de participación que permite la
perspectiva histórica, posición desde donde Morandé se sitúa. Para Jorge
Larraín tres son los elementos que constituyen la identidad, el primero es la
identificación que de sí mismos hacen los sujetos de acuerdo al contexto
social en que se desenvuelven, además de elementos materiales que le entregan
al sujeto mecanismos vitales de autorreconocimiento y finalmente, la
existencia de otros, de sus opiniones, expectativas o actitudes acerca de los
sujetos, terminan por definir su identidad.
La historiadora parte de la idea de concebir la identidad de los sujetos
sociales como una construcción social en un contexto y con una experiencia
histórica determinada, “ello implica que al modificar los entornos
socioculturales, se impulsa también un proceso de transformación de las
identidades” (p. 25), de ahí la importancia de relacionar las propias experiencias
de los sujetos populares con los procesos y estímulos externos, que
en nuestro caso la oligarquía nacional propició.
La segunda parte de este capítulo nos habla del aporte conceptual del
“género” como herramienta de análisis en la labor historiográfica, permitiendo
reconocer la forma (temporal y espacial) como se construyen las relaciones
entre los sexos y como se constituyen desde allí los sujetos. En un primer
momento enfrentar la historia de las mujeres era ir en contra de una
visión tradicional que privilegiaba en las mujeres su condición biológica
(pre-social), situándolas en el ámbito de lo doméstico, la familia y la reproducción.
Hoy el desafío se plasma en investigar cómo se relacionan y construyen
las identidades de género, sus modificaciones y continuidades en el
tiempo. Incorporar al género en el análisis y en especial a las mujeres como
sujetos con una historicidad propia, ha significado reescribir la historia, cuestionando
“verdades” inmutables, reconstruyendo el pasado y modificando el ejercicio
historiográfico al dar nuevas lecturas a las fuentes con que se
trabaja. Para esta investigación, releer las relaciones entre hombres y mujeres
populares implica reconocer también su devenir histórico y las prácticas
de resistencia a los modelos sociales y culturales que “permiten la
institucionalización de ciertas formas de dominación social que involucra a
las personas desde su condición genérica” (p. 33).
En el caso de América Latina las identidades de género se relacionan
partiendo de la base de considerar el choque cultural que produjo la conquista
y colonización, como origen de donde nace el mestizaje como proceso
sociocultural fundante del nuevo orden social. Las indígenas convertidas
en objetos, dan paso a la mujer-madre-sola y al desarrollo del huacho, víctima
del padre ausente. El mito mariano redime la violación inicial caracterizando
a las mujeres en la abnegación y la sumisión. Los hombres latinoamericanos,
en tanto, se construyen en la ausencia de patrones masculinos,
víctimas de un padre ausente y de la imagen de una madre fuerte y siempre
presente.
Al abordar el contexto histórico por donde transitaron los sujetos populares,
vemos que hasta mediados del siglo XIX habían gestado un proceso de
campesinización (según lo planteado por Gabriel Salazar), por lo cual “muchos
campesinos con sus familias lograron convertirse en propietarios de
tierra de mediana y pequeña extensión, fueron labradores y como tales
desarrollaron empresas productivas” (p. 39), ocuparon tierras, las arrendaron
al Fisco o a los hacendados. Quienes no se desarrollaron como labradores o
inquilinos se constituyeron en una masa peonal flotante trabajando de forma
temporal. Pero el proceso de modernización capitalista necesitaba de
una nueva mano de obra, más afín con la sujeción a la faena, el cumplimiento
de jornadas laborales y el abandono de proyectos de autonomía
empresarial. La elite capitalista persiguió desde entonces la proletarización
de las masas populares.
La característica principal de la proletarización consistió básicamente en
el disciplinamiento de la mano de obra, confrontándose la experiencia histórica
de los sujetos populares con las nuevas formas serviles de relacionarse
con el capital. Se recurrió entonces a limitar el libre tránsito, a la utilización
de papeletas de enganche, a los azotes y “a la obligatoriedad de dormir
con vigilancia constante en las mismas faenas” (p. 47). Frente a la evidente
represión el peón se hizo rebelde y el alcohol, la prostitución, el robo y el
crimen fueron parte de sus características.
En un análisis particular, mujeres y hombres populares vivieron este proceso
diferenciadamente. Las mujeres populares, luego del proceso de campesinización,
se instalan en ranchos en los bordes de las ciudades, realizando
labores de subsistencia, cultivando huertos y desarrollando trabajos
artesanales. Cuando, apelando a su calidad de madres solas con varios hijos,
lograron que las autoridades le entregaran un sitio dentro de la ciudad, se
dedican a una gran diversidad de oficios: son cigarreras, sombrereras, costureras,
lavanderas, comerciantes callejeras, etc. Siendo la calle un lugar frecuentado
con naturalidad por las mujeres populares. Los varones, en tanto,
desarrollaron como constante un proceso de trashumancia, que representaba
espacios de autonomía e independencia fundamentales en la constitución
de su identidad. El llamado “vagabundo mal entretenido”, que se identificó
histórica y simbólicamente con el “huacho”, fue el centro de la identidad
masculina, dispuestos a realizar cualquier oficio eran calificados sencillamente
como “peones-gañanes”. En la vida cotidiana no establecían relaciones
familiares permanentes, ni se sujetaban a espacios sociolaborales determinados.
¿Cómo se relacionaron entonces mujeres y hombres populares?
Teniendo por una parte que la estructura socioeconómica no facilitaba
las uniones permanentes e identitariamente ambos sujetos están marcados
por su autonomía, lógicamente no desarrollan pautas de comportamiento
de una familia tradicional, sino más bien, poseen relaciones de pareja en
donde la flexibilidad y la libertad son una condición fundante.
Sobre las consecuencias de esta dicotomía (modernización capitalista vs.
historicidad de los sujetos populares) surge a fines del siglo XIX y comienzos
del XX lo que se denominó la “cuestión social”, al hacerse evidente el
hacinamiento, la insalubridad, la mortalidad infantil o la delincuencia en
que vivía el pueblo. La principal característica de esta situación eran los
“conventillos”, que eran pésimas construcciones destinadas a la habitación
popular, con problemas constantes para la provisión de agua y la extracción
de basuras, en donde se vivía en condiciones de hacinamiento. Ante esta
situación la elite (recordando la huelga de trabajadores de 1890) se preocupó
en buscar soluciones a los problemas más concretos, para mantener “el
sistema social que había logrado estabilizar durante el siglo XIX” (p. 87).
Esta crisis generalizada se explicaba debido a la conducta de las clases populares,
por su ignorancia, corrupción y vicios. Volviéndose esta situación propicia
para la introducción “de ideologías extranjeras, las cuales pretendían
socavar los pilares de la sociedad chilena” (p. 93). La respuesta de la elite se
focalizó desde la caridad cristiana y la filantropía, preocupados de contener
la conciencia obrera que ya se gestaba desde el socialismo y el anarquismo.
La principal explicación de la “cuestión social” se concentró particularmente
en la “ausencia de modelos familiares que sustentaran prácticas cotidianas
moralizadoras y reproductoras de un cierto orden social” (p. 109) y
en ella la familia tradicional tenía un papel fundamental. Caracterizada por
ser patriarcal, a cargo del padre como jefe de familia, siendo subordinados a
él la esposa-madre (vista como mujer virtuosa) y los hijos e hijas. A pesar
que en la práctica haya sido de difícil imposición, discursivamente se mantuvo
como modelo para la “regeneración del pueblo”. La familia popular,
incapaz de mantenerse con las condiciones materiales que la relación con el
capital les entregaba, no había desarrollado vínculos familiares estables, siendo
la regla general la existencia de familias compuestas de mujeres y niños/as,
esposos alcohólicos o ausentes, amantes inestables y la llegada de hijos e
hijas indiscriminadamente.
La forma de disciplinar estas relaciones fue construyendo el discurso sobre
la familia obrera, en donde las mujeres populares asumirían el rol de madres/
dueñas de casa, opacando su independencia y exaltando la domesticidad,
encerrándolas en lo privado. Bajo este discurso en los inicios del siglo
XX se desarrollaron diversas políticas educativas y en los centros productivos
se coercionó su imposición. A los hombres populares se les impuso, en
cambio, la sedentarización como condición básica del control social y el
acatamiento del modelo de padre-proveedor al mando de una familia.
En síntesis, obligando a hombres y mujeres populares al cumplimiento
de roles de género ajenos a su experiencia histórica, se tensionaron al máximo
las relaciones sociales y comenzó el desgarramiento paulatino de la historicidad
de los sujetos populares.

Revista Atenea 494, II Semestre 2006.
Carlos Vivallos, Profesor de Historia, Univerdidad de Concepción.

sábado, 1 de septiembre de 2007

Reseña: "Movimiento social y..."

"Movimiento social y politización popular
en Tarapacá: 1900-1912",
Pablo Artaza Barrios, Concepción, Ediciones Escaparate, 2006.

Pablo Artaza pertenece a la nueva generación de historiadores que busca aportar visiones frescas sobre tópicos ya tratados. Para ello, ha centrado su objeto de estudio en los movimientos sociales e impulsos asociativos de agrupaciones obreras vinculadas al salitre, publicando numerosos artículos al respecto. La presente obra parece ser una versión mejorada (y con añadiduras) de su tesis de Magíster del año 2001, conservando el título y sólo omitiendo del original la frase “conciencia de clase”, con el objeto quizá de no pretender condicionar desde un comienzo la opinión del lector.
Quienes conocemos las investigaciones de Artaza sabemos su valía en el oficio. A diferencia de otros autoreferidos “historiadores sociales”, opta por guiar sus estudios en torno a fuentes de escaso uso, en desmedro de la reiteración majadera de conceptos extemporáneos. Su revisión de prensa obrera, por ejemplo, sobresale tanto por su minuciosidad como por su capacidad de análisis, encuadrándose en un contexto muy bien armado. Su estilo de redacción es también claro y asertivo, lo que se agradece considerando lo complejo que por momentos resulta el tema.
Mis objeciones respecto al trabajo de Artaza pasan, esencialmente, por una cuestión de enfoque en un área que aún se encuentra en etapa primaria de investigación. En el capítulo primer logra desentrañar la naturaleza del movimiento obrero, con sus relevancias y contradicciones, privilegiando el análisis de la Mancomunal de obreros de Iquique en desmedro de otras asociaciones dispersas. La idea de cuantificarlas para demostrar su fuerza le hace omitir la relevancia particular de cada una de ellas. Más allá de este detalle, Artaza, en su concepción crítica, no victimiza ni es condescendiente con el movimiento. Porel contrario, deja entrever cierta ingenuidad por parte de la Mancomunal y los mismos obreros en circunstancias relevantes para el sector, como las elecciones de 1906, o en el manejo mismo de la huelga de diciembre de 1907.
Aunque no hay mayor conexión con el estudio previo, el capítulo segundo resulta interesante no tanto por su débil inicio (una insuficiente “lectura historiográfica” de la matanza), sino por que esboza la reacción inmediata de la prensa del Norte Grande, de las autoridades militares y políticas involucradas, y del Congreso Nacional, inmediatamente después de la masacre. Su valor radica en el hecho de ser, hasta donde tengo entendido, el primero en intentar conocer los instantes posteriores a los sucesos, aunque no se haga mención a la censura impuesta por el gobierno desde ese mismo día a la prensa nacional, y la desaparición de los expedientes de los juicios seguidos contra los cabecillas del movimiento.
El capítulo tercero, “La represión del movimiento social y la politización popular”, invita al debate. Resulta a mi juicio arriesgado señalar que a raíz de los sucesos de la Escuela Santa María se generó una profundización de la conciencia de clase, y que eso, a su vez, estimularía una posterior politización en sectores obreros. El comentario no sólo parece ajeno al sentido mismo de la obra, sino que se demostraría en la nula representatividad política de personas ligadas al movimiento, no tanto a esferas mayores, como parlamentarios, y a rangos más básicos, como regidores o alcaldes en la región. Ello demostraría el escaso arraigo de las ideas y métodos propuestos por sus dirigentes. Por lo demás, conocida es la ambigüedad doctrinaria de los protopartidos obreros y la escasa disciplina de sus afiliados, la que nace no tanto de su formación cultural y sí de la necesidad de subsistir en un territorio como Tarapacá, donde la prioridad fue la sobrevivencia por sobre cualquier otro interés. El fin de los órganos asociativos en la zona parece tener más relación con la falta de compromiso de sus afiliados (motivados por las premuras económicas derivadas del tipo de cambio y el costo de la vida), que por una planificada hostilidad oficial contra el movimiento.
La abundante historiografía relativa a la matanza de 1907 adolece hasta hoy de un análisis desapasionado. Esto radica fundamentalmente en el desprecio que sus estudiosos han dado a otro tipo de fuentes, como la documentación oficial y prensa no obrera. Artaza ciertamente lo hace, aunque en un notorio desequilibrio de prioridades. En el caso de los archivos de la Intendencia de Tarapacá, por ejemplo, el autor los sitúa en el Palacio Astoreca, donde estuvieron efectivamente hasta hace seis años, en un desorden tan descomunal como desmotivante. Es posible que se haya enfrentado a ellos en esas condiciones. Desde entonces, hasta hoy, están en perfecto estado, catalogados y aptos para su revisión en el Archivo Regional de Tarapacá, en dependencias de la Universidad Arturo Prat.
Por otro lado, la sobrevalorización de la propaganda obrera ha desvirtuado el sentido mismo del movimiento. La creación de bandos antagónicos, de explotados y explotadores, como indica Artaza, impide ver el trasfondo de la problemática, el contexto social y económico, e incluso la real trascendencia de los hechos. No olvidemos que la matanza de la Escuela Santa María surge como tema de estudio y debate sólo a partir del apogeo de la historiografía marxista, con un fin meramente instrumental, y exaltando más el número de muertos que las ideas involucradas. Ha contribuido a exacerbar el mito la difusión de emblemáticos cantos populares y novelas de rápida lectura, capaces de impactar la sensibilidad de aquellas personas y grupos carentes hoy de identidad propia, necesitados de símbolos a los cuales asirse. Conocido ya, con certeza, que el número de víctimas fue bastante menor al señalado por los apologistas del movimiento, vale la pena preguntarse si el impacto de aquel hecho hubiese sido igual, de no haberse falseado el número de caídos.
Por lo mismo, resulta alarmante comprobar que, comenzado el año del centenario de los sucesos, comiencen desde ya ha anunciarse todo tipo de actividades conmemorativas bajo un marcado sesgo político, impulsadas por historiadores e intelectuales de variadas tendencias. Ciertamente el rol de quien investiga la historia de forma sistemática y seria, dista mucho del mero oficio del cuentista que, al llenar de flores negras un territorio donde no las hay, busca en convertirse en panfletario y guía redentor de ideas que jamás cuajaron del todo en el sentir colectivo, más allá de los afanes ególatras individuales.
"Movimiento social…" es una muy buena investigación histórica y, por ello, un saludable ejercicio de superación de las falsificaciones que abundarán el año en curso.

Carlos Donoso Rojas
Universidad Andrés Bello